miércoles, 10 de abril de 2013

Cuatro camellos y un euro


Se presentó como Paquito el Chocolatero. Tenía 21 años, aunque aparentaba alguno menos. Un problema de crecimiento le había impedido alcanzar la altura propia de su edad. Sus dientes estaban apiñados, uno sobre otro, y su mirada mostraba la picardía de un chaval criado en la calle. Pese a haber nacido en Marruecos, hablaba un castellano casi perfecto. Tanto como para saber realizar una oferta. Exactamente, cuatro camellos y un euro. Ese era el precio. Mi precio.

            Paquito vive en Chaouen, una pequeña ciudad entre montañas situada al norte de Marruecos. Las calles, azules y estrechas, se asemejan al laberinto por el que la víctima intentaba huir de las garras del Minotauro. Aquí no hay monstruos mitológicos, pero sí indígenas embaucadores dispuestos a escuchar la oferta de los turistas. Por eso es necesario atar bien un hilo a la puerta de casa o ir lanzando piedras como hacían Hansel y Gretel para encontrar el camino de vuelta. Sin embargo, no es esto lo que más llama la atención del país. Resulta curioso el espectacular cambio que se percibe en apenas catorce kilómetros. Los que separan Tarifa de Tánger, Europa de África. Bajarse al moro es dejar de lado la cultura occidental y llegar a un país que, al igual que Paquito el Chocolatero, parece haber detenido su crecimiento muchos años atrás.

            En Chaouen sólo hay una fábrica de lana en la que trabajan mujeres exclusivamente. Ellas son capaces de combinar colores con la misma maestría que sus maridos realizan trueques en la montaña. El ganado, la agricultura y las plantaciones de costo son la única fuente de recursos de la ciudad. Además, los chaonís viven de sus establecimientos. Tiendas de artesanía, orfebrería, comida tradicional o productos naturales. Todas al servicio del turista. Porque dinero no tendrán, pero serviciales y acogedores son un rato. El sueldo diario de un obrero medio es de 30 dirham o, lo que es lo mismo, 3 euros. Los coches, todos iguales, se pasean destartalados por la ciudad. Tampoco la mujer se identifica con el desarrollo propio de la cultura occidental. Se muestra tímida ante lo desconocido y reacia con aquellos que pretenden incordiar su rutina. Esa basada en trabajar, trabajar y trabajar. Pero ellas nunca protestan. Tampoco ellos. Simplemente sonríen. Y comentan que las mejores patatas y tomates de sus plantaciones son exportadas a España, mientras que lo malo se queda allí. Después, sonríen de nuevo.

            Jamás me había sentido tan acogida en un lugar. Nunca antes alguien me había ofrecido su casa de madrugada para escuchar un concierto de música en vivo protagonizado por un grupo de amigos. Tampoco había percibido la amabilidad de una persona anónima que, sin esperar nada a cambio, decidiera mostrarme los secretos y entresijos de una ciudad desconocida. Porque da gusto andar por la calle y ver sonrisas. Sea cual sea el tiempo, haga sol o llueva. Y es que hay gente que, aún teniendo muy poco, sabe dar mucho. Por eso tengo claro que volveré algún día. Y entonces, tal vez me plantee la oferta de Paquito el Chocolatero.


Vista de Chaouen, al fondo, abril de 2010. @JimenezCris.

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martes, 19 de febrero de 2013

Misticismo y cubatas


Me acerqué a la barra y pedí el último cubata. Adoro la bebida destilada de los zares rusos: vodka hasta el tercer hielo y un chorrito de limón. Era el cuarto, nada mal para un domingo. “¿Qué es para ti el destino?” preguntó una voz aguda. Al otro lado de la columna que dividía en dos la barra del bar, un chico castaño y de pelo grasiento esperaba ansioso mi respuesta. “¿El destino? -murmuré-. Pues eso, el sino, lo que perseguía a Don Álvaro. No creo en él”.

        Diego era un “hombre de mundo”. Tenía veinticinco años y el mismo número de mudanzas a su espalda. Pronto me despertó envidia. Poseía un halo misterioso que le hacía sumamente atrayente. A su lado me sentía desdichada. Yo apenas había salido de mi pequeño pueblo de Soria mientras que él, con sólo cuatro años más, ya conocía prácticamente toda la geografía española. Su mirada incisiva y su sonrisa irónica me sedujeron. Comenzó a hablarme sobre el viaje interior y la superficialidad. Decía que no era necesario trasladarse físicamente para emprender un viaje emocional. Su misticismo me impresionó, demasiado San Juan de la Cruz para un domingo de cubatas. “¿Por qué cuando lanzas una piedra al río siempre llega por el camino más rápido?” inquirió de nuevo. La pregunta me pilló por sorpresa. Tal vez con tanto viaje en su infancia nadie se había parado a explicarle la teoría de la gravedad. Le hablé de Newton y de la energía asociada a los cuerpos pero él no iba por ahí. Todas sus palabras eran concisas, buscaban la misma moraleja. “La verdad busca siempre el camino más corto”. Sonreí. Él no creía en el azar.

 El líquido acuoso de mi vaso rozaba ya el primer hielo y el alcohol hacía rato que había comenzado a hacer mella en mí. Pese a lo surrealista de la situación decidí quedarme sentada a su lado, escuchándole. “¿Qué música te gusta?”. Intenté buscar el lado retorcido a la pregunta pero no lo encontré. Por fin se había decidido a entablar una conversación normal. “Me apasiona el rock”,  respondí. “¿The Doors?”. Había acertado. Le conté mi interés por Jim Morrison, por la letra de sus canciones y su poesía. Continué hablándole sobre su adicción a las drogas para superar el miedo escénico y acabé  rememorando su muerte. Él había permanecido callado todo el tiempo. Me miró durante unos segundos y después murmuró: “Eres lista, vas por el buen camino”. Me enfurecí. ¿Qué camino? ¿Y quién leches era él para hablarme de rectitud? Permaneció inmóvil mientras yo le gritaba. Nunca he soportado que un igual me hable como si fuera mi maestro. Diego no se inmutó. Tras dejar que me desahogara soltó otra de sus frases. “Tan sólo debes buscar la verdad en ti”. Estallé en carcajadas. Lo que me faltaba. Ahora era Mulder quien se había apoderado de su cuerpo. “Sí, claro. La verdad está ahí fuera”, contesté. Le miré y volví a reír.

            Sin darme cuenta, la noche se nos había echado encima. Las luces del bar acababan de encenderse y hacía ya un rato que Diego y yo no hablábamos. Me levanté de la silla, besé a Raúl, el camarero, y abrí la puerta dispuesta a marcharme. “Los grandes maestros son aquellos de los que aprendes sin que te enseñen” recitó Diego justo antes de que yo cerrara de un portazo. Era tarde  pero preferí pasear para bajar mi borrachera antes de volver a casa. El cuarto cubata me había afectado más de la cuenta, así que comencé a seguir el río. Siempre me ha resultado relajante sentarme cerca de la orilla y escuchar el discurrir del agua entre las rocas. Agrupé un montón de hojas y me senté sobre ellas, justo al lado de la zona en que los niños chapotean durante el verano. Me quité los guantes, cogí una piedra y la arrojé al río. Después, busqué otra del mismo tamaño y repetí la acción. Con la misma fuerza, en la misma dirección. Sin embargo, ésta llegó unos metros más lejos que la anterior. Entonces, recordé las palabras de Diego. “La verdad siempre busca el camino más corto”. Me recosté sobre la hojarasca y cerré los ojos, dejándome llevar en mis sueños en un viaje por exóticos lugares lejanos de la provincia de Soria.






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martes, 9 de agosto de 2011

Terrón y medio

-        A veces pienso que ya no me quieres.
-        ¿Por qué dices eso?
-        No sé. Nada es como cuando empezamos. Todo es diferente.
-        Eso fue hace veinticinco años, mujer.
-        Pero me gustaba. Recuerdo que los domingos por la mañana solías sentarme sobre tu regazo y juntos leíamos el periódico. Café cortado con poca leche. Terrón y medio de azúcar.
-        Si eso es lo que echas de menos, podemos volver a hacerlo.
-        Entonces todavía me acariciabas cuando hacíamos el amor. Me llevabas de la mano por la calle y apretabas mi puño con fuerza cuando nos encontrábamos con Ernesto, el guapo del 3ºC. 
-        Ese sucio siempre te miraba de arriba abajo en el ascensor.
-        Dormías abrazado a mi pecho y me despertabas rozando tus labios con mi nariz después de observarme durante un largo rato.
-        Ya sabes lo que pasa ahora, nena. Me agobio en seguida. Este maldito calor...
-        Todo es diferente. Ya nunca me lees los posos del café. Esos que tantas veces me juraron amor eterno, las mismas palabras que pronunciaste ante el cura el día de nuestra boda.
-        De eso sí que me acuerdo, ¡cómo para olvidarlo! Menudo sermón, casi no acaba. Un poco más y enviudas antes de casarte. Con el calor que hacía en la Iglesia, tu sobrina llorando, mi madre a punto de desmayarse...¡Calla, calla, no me lo recuerdes!
-        Amor eterno.
-        Así es, cariño. Amor eterno. Veinticinco años juntos, ¿eh? ¡Quién te lo iba a decir!
-        Eterno...
-        Sabes que nunca me separaré de tu lado. No tienes que hacer caso de lo que te dicen por ahí. Venga anda, ponte guapa que Mateo y Consuelo están a punto de llegar. Y ponme un café. Cortado, con poca leche. Terrón y medio de azúcar. Como siempre, ya sabes.
-        Sí. Como siempre.

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martes, 8 de marzo de 2011

La Nimbus 2000 de Pedro

Nacer con una parálisis cerebral limita la vida. Sin embargo, existen personas que, lejos de sentirse rezagadas, luchan día a día para superarse a sí mismas. Esta es la historia de Pedro Oteo García

Son las cinco de la tarde y en el instituto Félix Urabayen de Pamplona acaba de comenzar la clase de Lenguaje para los alumnos de 2º ESO. Sin embargo, ninguno de ellos aparenta tener catorce años. Densas barbas de varios días en algunos chicos y ojos pintados con sombra negra en las chicas les delatan. Todos están en edad de ir a la cárcel. Mientras los siete varones (que no barones) hojean sus cuadernos para llegar a la página de ortografía, las ocho féminas del aula ojean a su profesora, María Teresa Galatea, esperando a que comience la clase. Hoy toca estudiar las palabras homófonas.

           Sentado en primera fila, a un metro escaso de la mesa de la profesora, Carlos saca su lápiz. No aparenta tener más de veintidós años, pero su desparpajo llama la atención. “Tenéis que buscar diez palabras que se escriben con h en este crucigrama”, explica la profesora Tere, como ellos prefieren llamarla. “Yo ya me estoy perdiendo”, responde Carlos con un marcado acento andaluz. Tras él, un chico de tez oscura, gorra marrón y chaqueta roja murmura irónicamente. “Uy, qué divertido. Esto es lo más”. Es mayor que Carlos y también supera la edad de sus compañeras del lado derecho, dos jóvenes rubias que hablan entre carcajadas. “¿Existe la palabra heno o no?”, pregunta la más robusta. “¿Heno? No, no, eso no lo he oído yo en la vida”, responde su compañera.  “¿Y qué es el omóplato?”, pregunta de nuevo la profesora. Desde su silla de ruedas,  Pedro se esfuerza por dirigir su mano hacia la clavícula. Él es el mayor de la clase. Tiene treinta y cuatro años, parálisis cerebral y sonrisa permanente.

            “Pedro Oteo García, nacido el 10 de junio de 1976 en Barañáin. Estado civil: soltero. Buscando: chica”. Así se describe Pedro en la red social Tuenti, a la que dedica un rato todos los días. Ya en clase, observa detenidamente los movimientos de su profesora, como si tratara de analizar cada uno de sus aspavientos. Pedro mueve los ojos de izquierda a derecha concienzudamente, recordando a Harry Potter sobre su Nimbus 2000 en su incesante búsqueda de la snitch, esa pelota dorada y con alas que el protagonista de la saga debía atrapar para ganar el mundial de quidditch. Pero el arma de Pedro no es ninguna escoba, sino una silla de ruedas B500 de color verde fosforito y en la que no faltan dos de sus grandes pasiones: Osasuna y San Fermín.

            El año pasado, Pedro aprobó 1º ESO tras numerosas horas dedicadas a analizar oraciones cuyos sujetos preferidos eran Patxi Puñal y los hermanos Flaño. También aprendió la metáfora, después de que su cantante favorito, Carlos Baute, colgara su corazón en las manos de Marta Sánchez. Y algo parecido ocurrió con el inglés. La A, primera letra del abecedario, saludaba a sus compañeras mediante un “ei”. La I se quejaba constantemente de sus dolores gritando “ai” y la Z, siempre resacosa, anunciaba su sed a cada momento. Con un año más, Pedro también ha cambiado de curso. Sin embargo, no tiene las mismas asignaturas que el resto de sus compañeros. Está decidido a sacarse 2º ESO poco a poco. Después de aprobar Matemáticas y Ciencias Sociales durante los últimos meses del año pasado, ahora es el turno de Ciencias Naturales y Lenguaje. Mientras Pedro se afana por descifrar quién es el que “en el monte ladra, y en casa calla”, suena un móvil en clase. “¡Ay, Alejandro! Ya sabes que el teléfono tiene que estar apagado”, se lamenta Tere. “Es que es urgente”, responde el chico. Después, se levanta y sale del aula. Pedro sonríe y deja mostrar sus encías en el hueco de la dentadura en el que deberían encontrarse sus paletas. Él también sabe lo que son las llamadas impostergables, ésas por las que dejas de hacer todo lo que tengas entre manos y atiendes. Su madre, María Jesús, las ha sufrido en numerosas ocasiones.

            A Pedro le encanta viajar. Tanto que hay veces en las que “se olvida” de avisar de lo que le gustan los viajes. Y luego llegan las reprimendas. El año pasado, Pedro acudía al instituto en horario de mañana. Normalmente, salía a la una y media y regresaba a casa. Sin embargo, un viernes no lo hizo. Tenía clase de inglés a las cinco, pero también se le olvidó. Una amiga de un antiguo colegio le había invitado a Logroño y Pedro no se lo pensó dos veces. Pero sus planes se truncaron. Al ver que no llegaba, su madre le llamó por teléfono y él tuvo que contarle la verdad. En cuanto llegó a la capital riojana, Pedro bajó del autobús Pamplona-Logroño para subirse en la línea contraria, Logroño-Pamplona. Cuando llegó a Barañáin, no tuvo tiempo para explicaciones. Su madre no le dejó. La profesora de inglés le estaba esperando.

           Pero no fue ésta la vez que más se asustó María Jesús. Unos años atrás, Pedro ya había protagonizado otras fugas. Mientras estudiaba en Logroño un curso de “Iniciación a la red”, Pedro decidió un fin de semana que no le apetecía volver a Barañáin, prefería viajar a Valencia con unos amigos. Y así lo hizo. Cuando el autobús se detuvo para descansar en una gasolinera de Teruel, Pedro pensó que no estaría de más llamar a su madre para avisar de que no volvía a casa. “No voy a ir este finde” fueron las únicas palabras que pronunció antes de colgar el teléfono. Y María Jesús volvió a dejar todo lo que estaba haciendo para buscar a Pedro. Inmediatamente, pulsó la rellamada. Un amable gasolinero de la parada de servicio de Teruel supo explicarle dónde se encontraba su hijo y hacia dónde se dirigía. Cuando el autobús llegó a su destino, una joven taquillera valenciana estaba esperando a Pedro para indicarle el camino de vuelta a casa. 

              Su plan de fuga había fracasado otra vez. Pero él no se resignó y volvió a errar en su intento de realizar un viaje en solitario meses después. Esta vez estaba dispuesto a salirse con la suya y decidió no avisar, llamaría a casa tras haber llegado a su destino. Hoy en día, Pedro todavía se pregunta cómo su madre fue capaz de enterarse de que estaba viajando hacia Madrid. Cuando el autobús llegó a Soria, Pedro ya se temía lo peor. “¡Mecagüen sos!” fue lo único que acertó a decir en el momento en que vislumbró las luces del coche de la Policía Nacional. Le estaban esperando. Temeroso ante la contradicción de escaparse de su casa para pasar la noche en un calabozo madrileño, Pedro no tuvo otra alternativa que morderse los labios y marcar el número de su madre para avisar de que llegaría tres horas más tarde.

            “¿Qué es el hábitat?”, vuelve a preguntar Tere en su afán por despertar el entusiasmo de sus alumnos. “El hábitat es el lugar donde viven los seres vivos”, se apresura a responder la joven robusta que nunca ha cultivado heno. En ese momento, Alejandro entra en clase y atrae todas las miradas, hasta entonces fijadas en la chica. Mientras, Pedro alza la voz para explicar lo que es una hemiplejia. “Cuando tienes mitad del cuerpo bien y la otra mal”, señala. Entonces, suena el timbre. Son las seis. La jornada de Pedro ya ha concluido por hoy, aunque sus compañeros todavía permanecerán en el instituto dos horas más. Tere se acerca y desencajona a Pedro de su pupitre. Él aprieta el botón de su silla y sale del aula.

              “Hola Félix”, saluda al bedel. En el pasillo, su amigo Fermín le está esperando. Él está en 4º ESO y sólo le faltan dos asignaturas para graduarse. También es miembro de ASPACE y su parálisis cerebral afecta totalmente al habla. Mueve la lengua de arriba abajo y resulta complicado comprenderle. Sin embargo, entre ellos se entienden a la perfección. Antes de marcharse, Pedro saca una cajetilla y una botella de agua. Se ha olvidado de tomar la medicación durante la comida, así que ahora tiene que tragarse doble ración de pastillas. Fermín le mira y murmura algo. Acto seguido, los dos estallan en carcajadas. “Me ha llamado puto yonqui”, explica Pedro, y los dos vuelven a reír. “¡Adiós, guapa!”, despide Pedro a su profesora de Ciencias Sociales del año pasado antes de salir del Félix Urabayen. Después, añade: “Yo es que soy un ligón”. Y la verdad es que práctica no le falta. Cuando algo le gusta, sus ojos le delatan. Su mirada, intensa y penetrante, se clava en su objetivo sin pestañear. Entonces, es imposible saber qué le estará rondando por la cabeza, qué mundo interior tendrá ahí dentro.

            Pedro no olvida a su primera novia. Se llamaba Olatz. “No me quiso dar ni un beso y al final lo dejamos porque no nos veíamos”, explica. “También fui novio de Mar. La conocí en el Club de Ocio, pero era una chula”. Sin embargo, ninguno de esos nombres se corresponde con el de la chica que más le ha marcado hasta ahora. “La conocí en Marina D’or hace unos años. Ella tenía veinte y nunca me olvidaré de su nombre: Henar”, comenta sonriente. “Me gustaba mucho, pero no me atreví a decirle nada. Al final, el día que regresaba a casa le regalé un peluche. No sé por qué, pero siempre me gustan las jovencicas”. Ahora, los dos amigos bromean imaginando un viaje juntos. “Si fuéramos a Cuba, me traería a una cubana en la maleta”, dice Fermín. “Yo también, pero de veinte, ¿eh?”, replica Pedro. El semáforo se pone verde y ambos cruzan hasta la mediana. Pedro se revuelve nervioso sobre su silla. “Odio quedarme aquí en medio. Si estás de pie no pasa nada, pero aquí sentado en la silla da más respeto”. 

             Pese a que sus traslados habituales los realiza a través de una silla de ruedas, Pedro también sabe lo que se siente al estar de pie. Una vez, quiso demostrar a su profesora de inglés que él también estaba a la altura. Así que llamó a su madre y le indicó que quería salir andando hasta el ascensor. “¡Mira que eres presumido, Pedro!”, contestó María Jesús mientras le incorporaba. Después, se situó detrás de él y, sujetándole por los hombros, le animó a andar. Con pasos torpes y agigantados, Pedro salió de casa y abrió la puerta del ascensor. Lo que él todavía no sabe es que hacía ya tiempo que estaba a la altura, sin necesidad de ponerse de pie.

            Sin darse cuenta, los amigos han llegado paseando y charlando hasta la residencia de Fermín, propiedad de ASPACE y donde vive el joven de lunes a viernes. El fin de semana, sin embargo, vuelve a Olite con su familia. Pedro también visita la sede todos los días para realizar un curso de 9 a 14 horas en el que le enseñan a buscar empleo. Pero él ya ha trabajado antes y además, para sus clientes favoritos: los niños. “Cuando todavía no había crisis, yo estuve trabajando para ASPACE. Me encargaba de colorear con Photoshop cuentos para niños. Yo pintaba una página y luego ellos tenían que imitar mi dibujo en la página siguiente. Era muy divertido y aprendí mucho de informática”, comenta. Sin duda, los ordenadores están hechos a su medida. Conoce todos los comandos, se defiende perfectamente en programas de diseño como Dreamweaver y está a la última en todos los estrenos de la cartelera gracias a Internet. Su ilusión sería trabajar en cualquier empresa informática pero, como él dice, “lo que me den, bienvenido será. Yo no espero nada”. 

         Mientras habla, suena el móvil. Es María Jesús. Empieza a anochecer y ya va siendo hora de que Pedro vuelva a casa. “¿Vas a venir en autobús?”, pregunta un hilo de voz al otro lado del teléfono. “No, mamá, que hace buena noche. Prefiero ir andando”. Tras recoger el móvil en el bolsillo de su pantalón, Pedro mueve la palanca y comienza a andar. En seguida, su B500 se pierde en la oscuridad, al igual que le sucede a la Nimbus 2000 cuando alcanza la altura de las grandes estrellas.

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miércoles, 23 de febrero de 2011

Cazadores de almas

Ellos sustituyeron trapos, jabón y fregonas por agua bendita, crucifijos y el poder de la mente. Son los principales útiles para realizar la limpieza de una casa. No se trata de acabar con el polvo, sino de dejar marchar a los fantasmas para siempre


Un hámster ruso recién nacido, cuatro onzas de chocolate, trece bolsas de té rojo o todo el chapapote con el que se maquilla la nueva política de la Coordinadora Reusença Independent, Carmen de Mairena, antes de salir a predicar. Todos podrían pesar 21 gramos. Sin embargo, la medida quedó estandarizada a principios de siglo para definir un peso mucho menos terrenal: el del alma. Cuando una persona muere, el cuerpo sin vida sufre instantáneamente una pérdida de volumen. Son los 21 gramos del alma, que abandona la masa inerte para marcharse a otra dimensión. Es el peso del último suspiro.

            Claro Joaquín Pérez Lázaro tiene 54 años y es conductor de ambulancias en Tudela. Nunca ha estudiado Medicina, ni ha sido médico residente en un hospital. Sin embargo, él es Doctor. Ni urólogo, ni ginecólogo ni oncólogo: Doctor en almas. Junto a él, su fiel escudero, el compañero elemental, su Watson particular: Onésimo Pacho Hernández. A sus 64 años, Onésimo es a Claro lo que Sancho Panza fue a Don Quijote. Él es quien se encarga de acompañar al Doctor y de advertirle cuando alguien intenta colarles molinos por fantasmas. Ninguno de los dos lleva buzos ni van armados. Sin embargo, ambos responderían a la pegadiza canción que popularizó Ivan Reitman en su comedia fantástica “Ghostbusters”. Son tudelanos, amantes de la parapsicología y cazafantasmas.

            La capacidad sensitiva de Claro se despertó cuando éste todavía era un niño. Fue en septiembre y el futuro psíquico no contaba con más de siete años. Acababa de cenar junto a sus padres y, como todas las noches, decidió salir a jugar con sus amigos a la calle hasta que venciera el toque de queda impuesto por su madre. Sin embargo, esta vez no se unió al grupo. En su lugar, Claro decidió ir a jugar solo en la obra de construcción de una vaquería situada enfrente de su casa. Atraído por las alturas, el niño escaló hasta el último andamio cercano al tejado. Agotado por el esfuerzo, se recostó sobre la estructura metálica y cayó rendido. Entonces comenzó su sueño. “Yo estaba durmiendo y vi cómo me levantaba sobre el andamio. Una voz me decía que no me moviera, que me iba a caer. Yo, lejos de sentir miedo, me mostraba valiente, incluso le increpaba. Me desperté en el suelo, rodeado de tierra. No estaba aturdido, ni tampoco sentía dolor. Sólo una sensación de paz”, explica. Tras la confusión inicial, Claro se levantó y volvió a casa. Relató a sus padres que se había caído y ellos se encargaron de trasladarle al hospital, pero nunca contó lo que realmente había sucedido. “No puedo explicar ciertamente lo que pasó. Sólo sé que me dormí allí arriba y me desperté en el suelo. Si me hubiera caído, no estaría vivo ahora. Alguien me sujetó en el aire”. Desde ese momento, Claro sintió que era “el elegido” y decidió utilizar su poder telepático para ayudar a otra gente. Eso sí, siempre de manera altruista. Sin güijas, sin péndulos. Sólo con el poder de la mente y una cámara de fotos.

            Tal vez fue la estrecha relación que Claro mantenía con sus progenitores la que hizo que el sensitivo predijera uno de los momentos más dramáticos de su vida: la  muerte de su padre en un accidente de tráfico. Es el último recuerdo que guarda de él justo antes de que una llamada confirmara la noticia. Nunca ha vuelto a sentir su presencia, ni siquiera esa energía que afirma percibir cuando algún espíritu está cerca. Sin embargo, hace cuatro años volvió a apreciar esa premonitora bajada de temperatura mientras dormía. Abrió los ojos y allí estaba. “Era un hombre semitransparente. Cuando un ente se aparece, sus piernas quedan en el otro plano. Era  muy bajito y me dijo que había pertenecido a un cuerpo militar. Acababa de morir de un infarto al corazón y necesitaba darle un mensaje a su hija. Quería decirle que sentía mucho no haberse despedido de ella. También le pedía que dejara de mirar sus medallas condecorativas, porque las iba a desgastar. Acabó contándome que ella se casaría pronto y que él estaría allí para darle un beso”. Claro no pudo dormir esa noche. Ni esa ni muchas otras en las que siente que no se encuentra solo y que tiene en su mente un don que, en ocasiones, puede convertirse en una verdadera tortura. “Nunca me he atrevido a decirle nada a esa chica. Siempre que me la encuentro por la calle, me pregunto si hice bien. Sé que ella no estuvo sola el día de su boda y, sin embargo, supongo que continuará mirando las medallas ajena al mensaje de su padre”.

            Pero Claro no está solo. Desde hace años siente el apoyo de otro de los discípulos de Jiménez del Oso: Onésimo. Ambos se conocieron realizando un cursillo de sanidad y pronto descubrieron que el esoterismo era otra de sus pasiones comunes. Juntos han recorrido numerosas ciudades en busca de nuevos fenómenos que confirmen sus creencias. Las calles de Belchite, el antiguo sanatorio de Agramonte del Moncayo o el convento de monjas de Ágreda, en Soria, ya han sufrido el disparo de sus cámaras fotográficas. Ellos sólo buscan respuestas en lugares en los que el dolor y la tragedia estuvieron presentes durante mucho tiempo. Hospitales, casas particulares o carreteras acogen todavía a personas fallecidas que no han logrado marcharse y que ansían despedirse de sus familias. Curiosamente, no ocurre lo mismo en los cementerios, donde la actividad es prácticamente inexistente. “La gente no muere en el Camposanto. Allí sólo descansan los cuerpos, pero no las almas” explica Onésimo. Inseparables, ambos ofrecen una garantía en su trabajo: el secretismo. Y es precisamente esta característica la que ha hecho que algunas familias anónimas se hayan puesto en contacto con ellos para poner fin a sus miedos.

            La limpieza de casas es un trabajo complicado, a la vez que gratificante. Claro y Onésimo saben muy bien lo que es enfrentarse a un espíritu que se niega a abandonar su hogar. Algunas veces, porque la soberbia o el rencor acumulado no les permiten irse. Otras, porque los propios familiares impiden su marcha al reclamarles constantemente entre llantos. Por eso, es necesario seguir una serie de pasos para garantizar su protección. Antes de entrar en una casa, ambos se santifican con agua bendita. Además, utilizan crucifijos e incienso durante el proceso. Una vez dentro, Claro intenta ponerse en contacto con alguna energía. Para ello, pregunta si existe alguna presencia que desee manifestarse. “Este paso es esencial. Hay mucha gente que engaña en este negocio para cobrar, personas que limpian casas en las que no hay ningún espíritu. Nosotros no queremos dinero. Sólo pedimos una cosa a cambio: respeto”, señala Onésimo. 

                  Si realmente existe algún ente, el siguiente paso consiste en averiguar si se trata de un espíritu bueno o maligno. Ellos sólo se sienten preparados para actuar en el primer caso. De darse el segundo, Claro y Onésimo recomiendan a la familia ponerse en contacto con un exorcista. “Cuando estoy seguro de que el espíritu no quiere hacernos daño, intento hablar con él telepáticamente. Normalmente, se trata de gente que tiene asuntos pendientes, están desorientados e incluso no saben que han muerto. Para ayudarles, trato de explicarles su situación. Les pido que perdonen y que dejen atrás la rabia. A continuación, les indico que ya nada les retiene allí y que pueden marcharse”, comenta Claro. 

          A pesar de no haber estudiado ninguna carrera, los dos amigos realizan varias funciones a la vez. “Hacemos de psicólogos, psiquiatras, policías y curas. Hablamos con la familia, investigamos el dolor que se adueña de esa casa e incluso somos confesores”, comenta Onésimo. Sin embargo, los espíritus no siempre quieren escuchar. Ambos conocen el caso de un niño que se niega a marcharse de la que, en vida, fue su casa. “Los pequeños son los más difíciles de convencer. Es complicado explicarles que están muertos. No revelaré la ubicación, pero hay una casa en el centro de Tudela con un niño muy travieso. En cuanto te sientas en el sofá, él te empuja para que te quites. El dueño se la ha intentado quitar de encima varias veces”. Sin duda, son los nuevos cazafantasmas del siglo XXI. No luchan para salvar a la chica, ni para destruir el mundo del ocultismo. Pero si hay algo cierto en ellos es que sólo pretenden ayudar y hacer perder el miedo, tanto a vivos como a muertos. Eso está claronésimo.

            La fotografía es otra de las pasiones de estos dos altruistas cazafantasmas. Mientras Claro posee “el don”, Onésimo se sirve de su amor por este arte para aportar verosimilitud a sus descubrimientos. Cámara en mano, el sexagenario se encarga de retratar los lugares en los que Claro percibe energías. Un escalofrío, un roce, la bajada de la temperatura o incluso un aroma hacen saber que hay alguien ahí. “Hace dos años, demolieron una casa en Tudela. La mujer que vivía allí había fallecido y los hijos tomaron la decisión de derribarla. Una noche, me acerqué a tomar fotos. Cuando las revelé, me di cuenta de que había varias esferas transparentes en todas las instantáneas. Al analizarlas detenidamente, observé que una mujer se encontraba reflejada en algunas de ellas. Tenía el pelo blanco y era bastante mayor. Después me enteré de que era la antigua dueña de la casa. Días más tarde, volví a acercarme. El resultado esta vez fue todavía más revelador. Junto a la dueña, aparecían alrededor de diez personas. Querían protestar por la demolición”.

            Todas estas vivencias se convierten en meras anécdotas tras conocer la experiencia sobrenatural que vivió Claro hace alrededor de quince años. Era agosto y debía trasladar con su ambulancia a un enfermo de Tarazona hasta Soria. Tras realizar el ingreso, Claro inició la vuelta a Tudela. Faltaban cinco kilómetros para llegar a Ágreda y se durmió. Después, recuerda que se despertó con el apretón de una mano masculina sobre su hombro. Sobresaltado, pegó un frenazo y la ambulancia comenzó a realizar trompos sobre la carretera. Cuando logró estabilizar el coche se dio cuenta de que estaba en Tarazona. Había recorrido diecisiete kilómetros. Aturdido, reanudó la marcha. Entonces, una luz intensa comenzó a alumbrar el vehículo. Claro pensó que era un camión que venía de frente. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que estaba solo en la carretera. La luz procedía de arriba, era como si un flexo estuviera iluminando su cabeza. Asustado, decidió no mirar por la ventanilla y parar en la primera estación de servicio que encontrara. Pensaba que llevaba a un hombre en la ambulancia y que él había conducido el tiempo durante el que Claro había permanecido dormido. Tras desmontar el vehículo de arriba abajo, se dio cuenta de que estaba solo. “No sé qué pasó ahí. Yo no estaba cansado, pero me dormí y alguien me llevó. No fui abducido, no me moví del coche, pero yo no conduje ese trayecto desde Ágreda hasta Tarazona”, señala tiempo después. 

           Ambos están convencidos de que la de Claro fue una experiencia extraterrestre más, una de esas por las que se han llegado a encerrar personas en psiquiátricos. “No hay interés de que la vida extraterrestre salga a la luz”, explica Onésimo. Sin embargo, los dos están seguros de que la intervención de seres procedentes de otros planetas ha sido imprescindible en numerosas catástrofes históricas. “Siempre que hay un acontecimiento mundial se dan avistamientos. Uno de los últimos fue durante la explosión de Chernóbil. Ese día podría haber supuesto el fin para todos los habitantes de la tierra. Si dos ovnis no hubieran sellado la fisura del reactor, ninguno de nosotros podríamos contarlo ahora”, comenta Onésimo.

            Las apariciones marianas de la virgen de Fátima en Portugal, las pirámides de Egipto o, más cercanos todavía, los avistamientos en las Bardenas son, según Claro y Onésimo, obras de seres extraterrestres que han sido declaradas “secretos de Estado”. Por esta razón, ellos nunca olvidan su leit motiv: en boca cerrada no entran moscas. Son conocedores de que, si contaran todo lo que saben, más de uno se echaría las manos a la cabeza. Por eso, prefieren guardar bajo llave la mayoría de sus informaciones relacionadas con el Santo Grial, el triángulo de las Bermudas o la Sábana Santa. Todos estos documentos irán con ellos a la tumba. Ahora, sólo esperan que su peso no sea superior a 21 gramos.


Sanatorio Agramonte del Moncayo. 

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lunes, 24 de enero de 2011

¡Arsa catapún!

En homenaje a "la polichinela", ese  personaje satírico y burlesco de las pantomimas italianas y, sobre todo, a Carmen Miranda. No a la actriz de los años cuarenta, sino a mi abuela, quien me enseñó que la edad no está reñida con el arte.

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