martes, 19 de febrero de 2013
Misticismo y cubatas
Me acerqué a la barra y pedí el
último cubata. Adoro la bebida destilada de los zares rusos: vodka hasta el
tercer hielo y un chorrito de limón. Era el cuarto, nada mal para un domingo.
“¿Qué es para ti el destino?” preguntó una voz aguda. Al otro lado de la
columna que dividía en dos la barra del bar, un chico castaño y de pelo
grasiento esperaba ansioso mi respuesta. “¿El destino? -murmuré-. Pues eso, el
sino, lo que perseguía a Don Álvaro. No creo en él”.
Diego era un “hombre de mundo”.
Tenía veinticinco años y el mismo número de mudanzas a su espalda. Pronto me
despertó envidia. Poseía un halo misterioso que le hacía sumamente atrayente. A
su lado me sentía desdichada. Yo apenas había salido de mi pequeño pueblo de
Soria mientras que él, con sólo cuatro años más, ya conocía prácticamente toda
la geografía española. Su mirada incisiva y su sonrisa irónica me sedujeron. Comenzó
a hablarme sobre el viaje interior y la superficialidad. Decía que no era
necesario trasladarse físicamente para emprender un viaje emocional. Su
misticismo me impresionó, demasiado San Juan de la Cruz para un domingo de
cubatas. “¿Por qué cuando lanzas una piedra al río siempre llega por el camino
más rápido?” inquirió de nuevo. La pregunta me pilló por sorpresa. Tal vez con
tanto viaje en su infancia nadie se había parado a explicarle la teoría de la
gravedad. Le hablé de Newton y de la energía asociada a los cuerpos pero él no
iba por ahí. Todas sus palabras eran concisas, buscaban la misma moraleja. “La
verdad busca siempre el camino más corto”. Sonreí. Él no creía en el azar.
El líquido acuoso de mi vaso rozaba ya el
primer hielo y el alcohol hacía rato que había comenzado a hacer mella en mí.
Pese a lo surrealista de la situación decidí quedarme sentada a su lado, escuchándole.
“¿Qué música te gusta?”. Intenté buscar el lado retorcido a la pregunta pero no
lo encontré. Por fin se había decidido a entablar una conversación normal. “Me
apasiona el rock”, respondí. “¿The
Doors?”. Había acertado. Le conté mi interés por Jim Morrison, por la letra de
sus canciones y su poesía. Continué hablándole sobre su adicción a las drogas
para superar el miedo escénico y acabé rememorando su muerte. Él había permanecido
callado todo el tiempo. Me miró durante unos segundos y después murmuró: “Eres
lista, vas por el buen camino”. Me enfurecí. ¿Qué camino? ¿Y quién leches era
él para hablarme de rectitud? Permaneció inmóvil mientras yo le gritaba. Nunca
he soportado que un igual me hable como si fuera mi maestro. Diego no se
inmutó. Tras dejar que me desahogara soltó otra de sus frases. “Tan sólo debes
buscar la verdad en ti”. Estallé en carcajadas. Lo que me faltaba. Ahora era
Mulder quien se había apoderado de su cuerpo. “Sí, claro. La verdad está ahí
fuera”, contesté. Le miré y volví a reír.
Sin darme cuenta, la noche se nos
había echado encima. Las luces del bar acababan de encenderse y hacía ya un
rato que Diego y yo no hablábamos. Me levanté de la silla, besé a Raúl, el
camarero, y abrí la puerta dispuesta a marcharme. “Los grandes maestros son
aquellos de los que aprendes sin que te enseñen” recitó Diego justo antes de
que yo cerrara de un portazo. Era tarde pero preferí pasear para bajar mi borrachera
antes de volver a casa. El cuarto cubata me había afectado más de la cuenta,
así que comencé a seguir el río. Siempre me ha resultado relajante sentarme
cerca de la orilla y escuchar el discurrir del agua entre las rocas. Agrupé un
montón de hojas y me senté sobre ellas, justo al lado de la zona en que los
niños chapotean durante el verano. Me quité los guantes, cogí una piedra y la
arrojé al río. Después, busqué otra del mismo tamaño y repetí la acción. Con la
misma fuerza, en la misma dirección. Sin embargo, ésta llegó unos metros más
lejos que la anterior. Entonces, recordé las palabras de Diego. “La verdad siempre
busca el camino más corto”. Me recosté sobre la hojarasca y cerré los ojos,
dejándome llevar en mis sueños en un viaje por exóticos lugares lejanos de la
provincia de Soria.
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