Cuatro camellos y un euro


Se presentó como Paquito el Chocolatero. Tenía 21 años, aunque aparentaba alguno menos. Un problema de crecimiento le había impedido alcanzar la altura propia de su edad. Sus dientes estaban apiñados, uno sobre otro, y su mirada mostraba la picardía de un chaval criado en la calle. Pese a haber nacido en Marruecos, hablaba un castellano casi perfecto. Tanto como para saber realizar una oferta. Exactamente, cuatro camellos y un euro. Ese era el precio. Mi precio.

            Paquito vive en Chaouen, una pequeña ciudad entre montañas situada al norte de Marruecos. Las calles, azules y estrechas, se asemejan al laberinto por el que la víctima intentaba huir de las garras del Minotauro. Aquí no hay monstruos mitológicos, pero sí indígenas embaucadores dispuestos a escuchar la oferta de los turistas. Por eso es necesario atar bien un hilo a la puerta de casa o ir lanzando piedras como hacían Hansel y Gretel para encontrar el camino de vuelta. Sin embargo, no es esto lo que más llama la atención del país. Resulta curioso el espectacular cambio que se percibe en apenas catorce kilómetros. Los que separan Tarifa de Tánger, Europa de África. Bajarse al moro es dejar de lado la cultura occidental y llegar a un país que, al igual que Paquito el Chocolatero, parece haber detenido su crecimiento muchos años atrás.

            En Chaouen sólo hay una fábrica de lana en la que trabajan mujeres exclusivamente. Ellas son capaces de combinar colores con la misma maestría que sus maridos realizan trueques en la montaña. El ganado, la agricultura y las plantaciones de costo son la única fuente de recursos de la ciudad. Además, los chaonís viven de sus establecimientos. Tiendas de artesanía, orfebrería, comida tradicional o productos naturales. Todas al servicio del turista. Porque dinero no tendrán, pero serviciales y acogedores son un rato. El sueldo diario de un obrero medio es de 30 dirham o, lo que es lo mismo, 3 euros. Los coches, todos iguales, se pasean destartalados por la ciudad. Tampoco la mujer se identifica con el desarrollo propio de la cultura occidental. Se muestra tímida ante lo desconocido y reacia con aquellos que pretenden incordiar su rutina. Esa basada en trabajar, trabajar y trabajar. Pero ellas nunca protestan. Tampoco ellos. Simplemente sonríen. Y comentan que las mejores patatas y tomates de sus plantaciones son exportadas a España, mientras que lo malo se queda allí. Después, sonríen de nuevo.

            Jamás me había sentido tan acogida en un lugar. Nunca antes alguien me había ofrecido su casa de madrugada para escuchar un concierto de música en vivo protagonizado por un grupo de amigos. Tampoco había percibido la amabilidad de una persona anónima que, sin esperar nada a cambio, decidiera mostrarme los secretos y entresijos de una ciudad desconocida. Porque da gusto andar por la calle y ver sonrisas. Sea cual sea el tiempo, haga sol o llueva. Y es que hay gente que, aún teniendo muy poco, sabe dar mucho. Por eso tengo claro que volveré algún día. Y entonces, tal vez me plantee la oferta de Paquito el Chocolatero.


Vista de Chaouen, al fondo, abril de 2010. @JimenezCris.

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Misticismo y cubatas


Me acerqué a la barra y pedí el último cubata. Adoro la bebida destilada de los zares rusos: vodka hasta el tercer hielo y un chorrito de limón. Era el cuarto, nada mal para un domingo. “¿Qué es para ti el destino?” preguntó una voz aguda. Al otro lado de la columna que dividía en dos la barra del bar, un chico castaño y de pelo grasiento esperaba ansioso mi respuesta. “¿El destino? -murmuré-. Pues eso, el sino, lo que perseguía a Don Álvaro. No creo en él”.

        Diego era un “hombre de mundo”. Tenía veinticinco años y el mismo número de mudanzas a su espalda. Pronto me despertó envidia. Poseía un halo misterioso que le hacía sumamente atrayente. A su lado me sentía desdichada. Yo apenas había salido de mi pequeño pueblo de Soria mientras que él, con sólo cuatro años más, ya conocía prácticamente toda la geografía española. Su mirada incisiva y su sonrisa irónica me sedujeron. Comenzó a hablarme sobre el viaje interior y la superficialidad. Decía que no era necesario trasladarse físicamente para emprender un viaje emocional. Su misticismo me impresionó, demasiado San Juan de la Cruz para un domingo de cubatas. “¿Por qué cuando lanzas una piedra al río siempre llega por el camino más rápido?” inquirió de nuevo. La pregunta me pilló por sorpresa. Tal vez con tanto viaje en su infancia nadie se había parado a explicarle la teoría de la gravedad. Le hablé de Newton y de la energía asociada a los cuerpos pero él no iba por ahí. Todas sus palabras eran concisas, buscaban la misma moraleja. “La verdad busca siempre el camino más corto”. Sonreí. Él no creía en el azar.

 El líquido acuoso de mi vaso rozaba ya el primer hielo y el alcohol hacía rato que había comenzado a hacer mella en mí. Pese a lo surrealista de la situación decidí quedarme sentada a su lado, escuchándole. “¿Qué música te gusta?”. Intenté buscar el lado retorcido a la pregunta pero no lo encontré. Por fin se había decidido a entablar una conversación normal. “Me apasiona el rock”,  respondí. “¿The Doors?”. Había acertado. Le conté mi interés por Jim Morrison, por la letra de sus canciones y su poesía. Continué hablándole sobre su adicción a las drogas para superar el miedo escénico y acabé  rememorando su muerte. Él había permanecido callado todo el tiempo. Me miró durante unos segundos y después murmuró: “Eres lista, vas por el buen camino”. Me enfurecí. ¿Qué camino? ¿Y quién leches era él para hablarme de rectitud? Permaneció inmóvil mientras yo le gritaba. Nunca he soportado que un igual me hable como si fuera mi maestro. Diego no se inmutó. Tras dejar que me desahogara soltó otra de sus frases. “Tan sólo debes buscar la verdad en ti”. Estallé en carcajadas. Lo que me faltaba. Ahora era Mulder quien se había apoderado de su cuerpo. “Sí, claro. La verdad está ahí fuera”, contesté. Le miré y volví a reír.

            Sin darme cuenta, la noche se nos había echado encima. Las luces del bar acababan de encenderse y hacía ya un rato que Diego y yo no hablábamos. Me levanté de la silla, besé a Raúl, el camarero, y abrí la puerta dispuesta a marcharme. “Los grandes maestros son aquellos de los que aprendes sin que te enseñen” recitó Diego justo antes de que yo cerrara de un portazo. Era tarde  pero preferí pasear para bajar mi borrachera antes de volver a casa. El cuarto cubata me había afectado más de la cuenta, así que comencé a seguir el río. Siempre me ha resultado relajante sentarme cerca de la orilla y escuchar el discurrir del agua entre las rocas. Agrupé un montón de hojas y me senté sobre ellas, justo al lado de la zona en que los niños chapotean durante el verano. Me quité los guantes, cogí una piedra y la arrojé al río. Después, busqué otra del mismo tamaño y repetí la acción. Con la misma fuerza, en la misma dirección. Sin embargo, ésta llegó unos metros más lejos que la anterior. Entonces, recordé las palabras de Diego. “La verdad siempre busca el camino más corto”. Me recosté sobre la hojarasca y cerré los ojos, dejándome llevar en mis sueños en un viaje por exóticos lugares lejanos de la provincia de Soria.






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