miércoles, 10 de abril de 2013

Cuatro camellos y un euro


Se presentó como Paquito el Chocolatero. Tenía 21 años, aunque aparentaba alguno menos. Un problema de crecimiento le había impedido alcanzar la altura propia de su edad. Sus dientes estaban apiñados, uno sobre otro, y su mirada mostraba la picardía de un chaval criado en la calle. Pese a haber nacido en Marruecos, hablaba un castellano casi perfecto. Tanto como para saber realizar una oferta. Exactamente, cuatro camellos y un euro. Ese era el precio. Mi precio.

            Paquito vive en Chaouen, una pequeña ciudad entre montañas situada al norte de Marruecos. Las calles, azules y estrechas, se asemejan al laberinto por el que la víctima intentaba huir de las garras del Minotauro. Aquí no hay monstruos mitológicos, pero sí indígenas embaucadores dispuestos a escuchar la oferta de los turistas. Por eso es necesario atar bien un hilo a la puerta de casa o ir lanzando piedras como hacían Hansel y Gretel para encontrar el camino de vuelta. Sin embargo, no es esto lo que más llama la atención del país. Resulta curioso el espectacular cambio que se percibe en apenas catorce kilómetros. Los que separan Tarifa de Tánger, Europa de África. Bajarse al moro es dejar de lado la cultura occidental y llegar a un país que, al igual que Paquito el Chocolatero, parece haber detenido su crecimiento muchos años atrás.

            En Chaouen sólo hay una fábrica de lana en la que trabajan mujeres exclusivamente. Ellas son capaces de combinar colores con la misma maestría que sus maridos realizan trueques en la montaña. El ganado, la agricultura y las plantaciones de costo son la única fuente de recursos de la ciudad. Además, los chaonís viven de sus establecimientos. Tiendas de artesanía, orfebrería, comida tradicional o productos naturales. Todas al servicio del turista. Porque dinero no tendrán, pero serviciales y acogedores son un rato. El sueldo diario de un obrero medio es de 30 dirham o, lo que es lo mismo, 3 euros. Los coches, todos iguales, se pasean destartalados por la ciudad. Tampoco la mujer se identifica con el desarrollo propio de la cultura occidental. Se muestra tímida ante lo desconocido y reacia con aquellos que pretenden incordiar su rutina. Esa basada en trabajar, trabajar y trabajar. Pero ellas nunca protestan. Tampoco ellos. Simplemente sonríen. Y comentan que las mejores patatas y tomates de sus plantaciones son exportadas a España, mientras que lo malo se queda allí. Después, sonríen de nuevo.

            Jamás me había sentido tan acogida en un lugar. Nunca antes alguien me había ofrecido su casa de madrugada para escuchar un concierto de música en vivo protagonizado por un grupo de amigos. Tampoco había percibido la amabilidad de una persona anónima que, sin esperar nada a cambio, decidiera mostrarme los secretos y entresijos de una ciudad desconocida. Porque da gusto andar por la calle y ver sonrisas. Sea cual sea el tiempo, haga sol o llueva. Y es que hay gente que, aún teniendo muy poco, sabe dar mucho. Por eso tengo claro que volveré algún día. Y entonces, tal vez me plantee la oferta de Paquito el Chocolatero.


Vista de Chaouen, al fondo, abril de 2010. @JimenezCris.

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